La mochila sobre las espaldas

2021-09-20T16:13:39+01:0020/09/2021|

Cada día se veía pasar por todo el pueblo, hoy estaba junto al colegio en su primer día de apertura. Las madres y padres lo miraban con recelo y mucho temor.

Ese hombre podía hacer daño a sus hijos, su aspecto sucio y desaliñado solo inspiraba temor. A veces se acercaba a alguien para pedirle un cigarrillo, lo cual hacía que esa persona acelerara el paso para no tener que hablar con él.

Ernesto llegó a ese pueblo de casualidad, se quedó temporalmente en él, como podía ser otro pueblo cualquiera. No tenía destino, no tenía futuro, no tenía presente. Solo tenía pasado, un pasado que no podía olvidar.

Ernesto solía dormir en cualquier portal, no tenía predilección, todo lo deba igual. Las personas del pueblo solían llamar a la policía, no lo querían en su portal ni cerca de su casa. La policía venía y lo desalojaba, ante la rabia de Ernesto.

Cada día lo mismo. Comía de lo que recogía en la basura y lo que alguien le daba por pena. Él no hablaba casi nada, solo a veces gruñía, como si fuera un perro enrabietado.

Varias veces la policía lo recogió y lo encerró temporalmente en un psiquiátrico. Pasados unos días, nunca más de una semana, lo dejaban marchar, porque según los doctores no significaba un peligro para la sociedad. Él, sin pagar, cogía el tren o cualquier otro método de transporte, a veces incluso caminando los 35 kilómetros que le separaban, y se dirigía otra vez al lugar de donde lo sacaron. Ponía su mochila como almohada y se disponía a dormir, no le importaba que fuera pleno día.

Mucha gente lo miraba con desprecio y con cara de asco repetían:

—Es increíble que no se lo lleven y lo encierren —repetían la mayoría.

Ernesto no molestaba a nadie más allá de sus gruñidos cuando lo miraban con desprecio, era la forma de protestar contra la sociedad que de alguna manera lo discriminaba.

No le importaba hacer sus necesidades en cualquier lugar, aunque fuera en plena calle, era la forma de protestar contra la sociedad que le recriminaba lo que hacía sin pudor y al mismo tiempo le negaba la entrada a ningún establecimiento público para poder ir al lavabo.

Él solo tenía un recuerdo en su cabeza, lo demás no le importaba.

Nadie le preguntó nunca por qué se vio obligado a vivir de esa manera, a nadie le importaba, solo les importaba la imagen que daba a un pueblo turístico. Lo importante era lo económico, no lo humano, a nadie le dio por pararse a pensar que pasaba por su cabeza para vivir de esa manera.

Un día, unas personas se lo quedaron mirando y le recriminaron su comportamiento.

—¿Por qué comes desde el suelo y escupes todo lleno de mugre? Eres un foco de infecciones para este pueblo —le decían gritando.

Las autoridades miraron por activa y por pasiva la forma de que ese hombre abandonara el pueblo, pero legalmente no podían más que los clásicos días que lo dejaban cerrado en el psiquiátrico cercano.

Cuentan las personas que no se quería ir a una residencia para vagabundos, que solo quería estar en la calle y comer y dormir en ella. No quería convivir con nadie, él solo quería vivir buscando algo que nunca encontraría.

Porque Ernesto tenía un pasado, un pasado que se remonta a 58 años atrás que es cuando nació.

Fue un niño feliz con su familia: los mejores colegios, los viajes a los mejores lugares con la familia, incluso estuvo de vacaciones un verano en el lugar que ahora usaba como dormitorio, ese pequeño pueblo turístico. A él en aquel tiempo le pareció un pueblo encantador, bonito y con gente muy amable.

De adolescente estudió en varios institutos y siempre con buenas notas, incluso se matriculó en una universidad para estudiar ingeniería industrial, todo le marchaba viento en popa.

Cuando tenía 28 años conoció a una encantadora chica, Marieta. La conoció en una de sus escapadas de fin de semana con los amigos, se intercambiaron los teléfonos y fueron quedando ellos dos, sin los demás amigos.

A los 30 decidieron casarse, fue una boda majestuosa, como la de unos príncipes. Los padres de los novios estaban felices, eran una pareja perfecta. Pasados cuatro años ya tenían dos hijos, dos chicos a los cuales pusieron de nombre Ernesto como él y Juan, dos chicos preciosos.

Todo empezó cuando, celebrando los 10 años del mayor, después de un día feliz con toda la familia saliendo del restaurante, los padres de él cogieron el coche para volver a su residencia. A tres kilómetros del restaurante sucedió. Un tráiler a más velocidad de la permitida arrasó el coche de los padres de Ernesto, destrozando el coche y falleciendo instantáneamente. Cuando Ernesto fue avisado se quedó conmocionado y desgraciadamente tuvo que reconocer los cadáveres de sus progenitores.

El entierro fue dos días después. Marieta estaba continuamente apoyándole, no lo dejaba solo en ningún momento. El cementerio estaba en una colina bastante alta y con unas vistas impresionantes. La carretera tenía muchas curvas y el coche fúnebre marchaba a poca velocidad, seguido del coche de Ernesto, no fue nadie más, por expreso deseo de la familia.

Una vez acabado el sepelio, la familia se quedó a solas frente al panteón familiar, los dos hijos y el matrimonio. Los encargados de la funeraria y los trabajadores del cementerio los dejaron solos respetando su dolor. Veinte minutos después abandonaban el lugar, todo sucedió muy deprisa, al cruzar la carretera para coger el coche. Ernesto marchaba delante y ya estaba llegando al coche, le hizo girar la cabeza un grito desgarrador de su esposa mientras intentaba coger a sus dos hijos para salir de la carretera. No pudo escapar, un coche que descendía a mucha velocidad los arrolló dejando la carretera plagada con los cuerpos de sus familiares más queridos, sus dos hijos y su esposa. El coche se dio a la fuga.

Pasó mucho rato llorando junto a los cuerpos. Al final lo consiguieron separar de ellos y los sanitarios le dieron un calmante. Un poco más calmado se dirigió a su casa, cogió una mochila, un saco de dormir y abandonó para siempre la vida que tenía.

Ahora es una persona que duerme en la calle, come en la calle y hace sus necesidades en la calle. La sociedad no conoce la historia que tiene detrás, solo le interesa la imagen.

PD: Seguramente alguna vez en tu pueblo viste una persona como Ernesto. No los mires con odio, ni rabia, ni desprecio; si puedes ayudarle en algo, ayúdale, sino pasa de largo. No lo juzgues, no sabes la mochila que puede llevar en sus espaldas.

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