Horror en el andamio (I)
Seis de la mañana en Figueras, un pueblo de la província de Girona, a unos cuarenta kilómetros de Francia. La tramontana está presente, igual que prácticamente todos los días del año.
Cuatro personas esperan la furgoneta que los llevará a trabajar a una localidad del Maresme.
Todos ellos provienen de algún lugar de América del Sur, llegaron a España a buscarse la vida y ganar dinero, “plata” como le llaman ellos. Encontraron trabajo en la construcción y eso les hacía sentirse personas válidas. Hoy será el primer día de trabajo en la costa.
El frío les hacía abrocharse bien la chaqueta y calarse un gorro de lana, suerte que en su destino no estaría tan baja la temperatura. Las luces de la furgoneta aparecieron de repente al girar la esquina más cercana, parándose junto a ellos.
El jefe, un hombre regordete con las mejillas sonrosadas, se bajó del auto para abrirles la puerta y que pudieran entrar, hoy les acompañaba el jefe, pero ya les dejó claro:
—Hoy os acompaño para enseñaros el sitio y asesoraros de todos los trabajos que realizaréis, nada que no esté en el planning de trabajo. Lo realizaréis sin mi consentimiento, todos los extras los tendré que cobrar aparte.
—¿Y nosotros cobraremos más por esos extras? -preguntó Walter, el mayor de ellos.
Walter tenía 52 años, llegó procedente de Ecuador con su mujer y una hija. Trabajó en su país también en la construcción, era el más experimentado de todos ellos (en realidad era el único que tenía experiencia).
—Walter, tú siempre incordiando, si continúas con esas cosas posiblemente no te llame más para ningún trabajo —fue la seca respuesta del jefe.
El furgón con los ocupantes pasó cerca del museo Dalí, punto emblemático en esta localidad. Walter, a pesar de llevar varios años en esta ciudad, todavía no había visitado el tan nombrado y famoso museo.
—Jefe, ¿cuándo nos dará de alta en la Seguridad Social? —preguntó Walter.
—Demasiado hago que os pago religiosamente cada semana, la vida está muy mal y no puedo permitirme según qué cosas.
—Trabajamos en peligro cada día, los andamios son altos y continuamente tenemos que cargar muchos kilos, podemos tener un accidente en cualquier momento.
—Walter, haz el favor de callar o asustarás a los muchachos.
El resto del camino lo hicieron en silencio, los más jóvenes aprovecharon el desplazamiento para echar una cabezada.
Walter y el resto de pasajeros de la furgoneta bajaron con cara somnolienta y sus mochilas de trabajo junto con las fiambreras para comer en un alto al mediodía en la faena.
La obra ya estaba empezada hacía algún tiempo, pues la empresa que realizaba la construcción desapareció y lo dejó todo a medias.
El jefe llamó a Walter y le explicó todas las tareas que tenían que ejecutar.
—Walter, tú como encargado tienes que revisar que todo acabe perfecto, no quiero problemas de ningún tipo. Cada día, cuando regreses a Figueras, nos das el parte del día a mí o a mi hijo que está en la oficina de la empresa.
—De acuerdo patrón, pero necesitamos más medios de protección, no tenemos ni cascos.
—Esas cosas son para inexpertos y miedosos. Tú eres un profesional.
—Sí patrón, pero nunca está de más, consíganos algo, por favor.
—Ok, Walter no te preocupes, la semana que viene las tendréis, pero quiero que la faena avance a buen ritmo.
Al mediodía pararon para comer.
Los muchachos más jóvenes veían mucho trabajo por efectuar y poco tiempo para acabarlo.
—No os preocupéis, lo conseguiremos —Walter era optimista.
La tarde paso rápido y cuando el sol ya estaba escondiéndose por el oeste, recogieron las herramientas para regresar a Figueras con la furgoneta.
—Bueno muchachos, mañana ya sabéis, vendréis ya solos y quiero puntualidad y seriedad en el trabajo.
—De acuerdo patrón —respondieron los más jóvenes.
Walter presentía que la obra sería más complicada de lo normal.
La carretera estaba cerca, los camiones tendrían problemas para descargar y la presión sería mucha.
Durante quince días, cada amanecer hacían la misma rutina: recoger a los compañeros y desplazarse al lugar de la obra. A él le hizo gracia que un hospital estuviera cerca, en caso de accidente tendrían ayuda médica rápida, solamente estaban a unos 300 metros. La tercera semana de labor empezó mal, una gran tormenta acompañada de la clásica tramontana hacía presagiar que el día sería muy largo.
Al llegar al sitio de la obra por suerte ya no llovía, el tiempo era de un gris plomizo y ambiente muy gélido, si no empeoraba el día les tocaba trabajar en la fachada trasera del edificio.
Hicieron una pausa para la comida, momento que Walter aprovechó para explicarles los últimos detalles que tenían que realizar al acabar el almuerzo.
—Hoy tiene que quedar acabado el andamio para que podamos trabajar en toda la fachada, no quiero despistes. Todos atentos, ya sabéis que el patrón tiene malas pulgas y esta tarde vendrá junto a su hijo para supervisar la obra.
Todos asintieron, acabaron de comer antes de lo habitual para poder terminar todo lo que quedaba. Walter se lo agradeció.
—Gracias amigos, sabía que podía contar con vosotros.
A pesar del frío día ya estaba casi todo preparado para empezar a acabar la dichosa fachada.
El jefe llegaba justo en el momento que Walter se enfilaba a lo más alto del andamio. Cerró la puerta del coche justo en el momento en que se escuchó un gran estruendo, sonó como un derrumbe de un edificio de hierros.
Todos corrieron hacia la parte trasera del edificio, lugar de donde provenía el ensordecedor ruido.
Lo que vieron fue terrible, un montón de hierros de lo que hacía un momento parecía un fuerte andamio. Los rostros de todos ellos estaban pálidos. ¿Qué había pasado?
Y lo más importante para los compañeros: ¿Dónde estaba Walter?
CONTINUARÁ…