Extrañas leyes

2022-07-18T12:44:11+01:0018/07/2022|

Muchas veces solía cargar carburante en la gasolinera a la cual se estaba acercando. Iba con una idea fija en la cabeza, no veía solución a sus problemas y lo que se le ocurrió hace unos días cree que es la última posibilidad de que le escuchen.

Todo empezó hace tres años, a su madre le diagnosticaron una enfermedad muscular degenerativa que no tenía cura, poco a poco se iría apagando como una vela sin oxígeno, solo le esperaba la muerte.

Después de varias consultas a diferentes doctores, el diagnóstico siempre era el mismo: Distrofia Muscular De Duchenne, esta enfermedad se suele dar en niños de corta edad, pero su madre tenía ya 70 años, con suerte le daban dos años más de vida.

Cuando le confirmaron el diagnóstico tomó la decisión: dejaría su piso temporalmente y se iría a vivir con su madre que vivía de alquiler. Los doctores le aconsejaron que no la sacaran de su entorno y eso es lo que hizo, dejó su vivienda temporalmente cerrada y se fue a vivir a un pequeño piso junto a su madre.

Los primeros meses fueron muy duros para él, ver como su madre perdía toda la vitalidad le apenaba, una mujer que sacó a su hijo con su esfuerzo, trabajando todo lo que podía. Ella tuvo que doblar esfuerzos, su marido falleció cuando su hijo era todavía un bebe. Él veía a su madre llegar a casa agotada del trabajo y ponerse a preparar la cena, muchas horas las pasó con las vecinas mientras su madre trabajaba.

No llegó a dos años, falleció a los 19 meses. Después de todo el papeleo que le pedía la burocracia, pudo dar un entierro digno a su madre.

Al salir del cementerio se dirigió al piso que le dio cobijo junto a su madre los últimos meses de su vida. Llamó al timbre de la planta baja, lugar donde vivía el propietario del piso.

—Lo siento mucho Mario, su madre era una gran persona.

—Gracias señor Jenaro, vengo a traerle las llaves de la vivienda y a saber si le queda algún pago pendiente de mi madre.

—No, su madre siempre pagaba al día, nunca se atrasó.

—Bueno, pues me marcho. Las ropas y demás enseres de mi madre se los puede dar a Cáritas, alguien los necesitará, estoy seguro. Los pocos recuerdos que yo quería ya los tengo, muchas gracias por todo.

Con estas palabras se despidió y enfiló el camino de la estación para regresar a su domicilio, tenía ganas de volver a su hogar.

Tres horas en el tren, con un trasbordo incluido, al fin en su ciudad, las calles le parecieron más sucias que de costumbre.

Al fin llegó al bloque donde estaba su piso, un coqueto apartamento de 70 metros. Entró en el ascensor y apretó con fuerza el tercer piso, el elevador ascendió con su clásico ruido.

Abrió la puerta y algo le aterrorizó: la cerradura de su casa había sido forzada y cambiada por otra similar. En ese momento, la vecina del piso frente al suyo salió al rellano.

—Mario, intentamos localizarte para avisarte, desconocíamos donde estabas. Ocuparon tu casa, cuando avisamos a la policía ya era tarde, llevaban una semana viviendo dentro.

Se dirigió a la puerta apretando fuertemente el timbre, que sonó estrepitosamente. Un chico de unos veinticinco años con el pelo lleno de rastas, abrió la puerta.

—¿Qué quiere usted?

—Quiero que os larguéis de mi piso ahora mismo.

—¿tu piso? Perdona es nuestro piso, tenemos unos derechos adquiridos y no nos marcharemos.

Mario se abalanzó sobre él, okupa que de un portazo cerró la puerta. Muchas visitas a la policía, que solo le corroboraba que no los podía echar por las bravas. Muchos meses intentando desalojar a los okupas, sin fruto.

Un amigo le dejó vivir con él durante el tiempo que necesitara. El dinero se le estaba acabando, no podía ni colaborar en la compra de comida. Con los diez euros que le quedaban se acercaba a la gasolinera, una garrafa en la mano derecha, se colocó frente a la caja y pidió diez euros en el surtidor cuatro.

La dependienta diligente se apresuró a ejecutar el pedido.

—Ya lo tiene, ¿se quedó sin gasolina en el auto?

—Si, si, eso es lo que me pasó.

Con la garrafa ya llena, encaminó sus pasos hacia el ayuntamiento. Una vez frente a él, abrió el envase y se roció el carburante por todo el cuerpo. La gente que en ese momento pasaban, al notar el fuerte olor, se separaban de él. Los curiosos empezaron a pararse alrededor a pesar del peligro que suponía.

Mario sacó una hoja de papel y con voz firme empezó su lectura:

“Ya que las leyes y los jueces no nos amparan, con esta protesta quiero pedirles que no permitan más estos atropellos. Yo acabo de perder a mi madre, ahora me voy a reunir con ella, espero que su conciencia no les deje vivir en paz nunca.”

Acabada la frase, sacó un encendedor del bolsillo y sin que nadie pudiera evitarlo lo encendió, produciendo una llamarada de varios metros de alto. Cuando alguien con un extintor intentó apagar la antorcha humana, era tarde. Mario ya voló junto a su madre. Los vecinos del piso de Mario entraron por la fuerza expulsando a los okupas, pero ya era tarde. La reacción de la sociedad, los jueces y políticos tiene que llegar antes de que otros Mario sigan el camino.

Comparteix el contingut!

Go to Top