Historias y vivencias de un camarero en Calella (XII)

2022-12-05T13:21:40+01:0005/12/2022|

Continuamos con mi paso por la Sala Mozart. Mientras trabajaba aquí también hacía pluriempleo, uno de los locales donde trabajé fue en Music Dor, este local estaba justo debajo de la cafetería Bon Lloc, en la calle Juvara. Era un local especial para parejas en verano, los extranjeros apreciaban mucho la belleza del local y la buena música que sonaba, muchas veces en directo Pep Xena. En la época estival también se organizaban algunas fiestas. Los camareros durante un tiempo fuimos mi amigo Rafa y yo, después se unió su hermano Jose. A pesar de que trabajábamos mucho nos divertíamos. El encargado del local era Enric una gran persona y un gran fantasioso. Su pareja en aquellos tiempos creo que era danesa u holandesa, no recuerdo (la edad no perdona), era muy celosa. Una noche se fue la luz, al principio pensábamos que sería un pequeño momento, luego se fue alargando, Enric nos avisó.

—Voy a dar una vuelta a ver si toda Calella está igual.

—Vale, no te preocupes, si viene la luz seguimos la sesión.

Serían las once cuando se marchó, llegó pasadas las tres de la mañana.

—Hostias, ya sé qué ha pasado con la luz.

—¿Qué ha pasado? —preguntamos.

—Una lancha de contrabandistas intentaban descargar muchos paquetes en el faro. Llegó una lancha patrullera de la Guardia Civil, los contrabandistas dispararon al foco de la policía, quedando todo a oscuras. La policía tendió un cable y lo enganchó a la red eléctrica de Calella, provocando un gran cortocircuito que reventó varios transformadores, por eso estamos sin luz.

Os juro que le contó eso a su pareja sin reírse, completamente serio. Ella se lo creyó a medias, hasta que llegó a casa y al acostarse cogió los pantalones de él para ponerlos en la lavadora, registró los bolsillos y encontró un recibo de un hotel de aquella noche para dos personas.

El espectáculo fue al día siguiente durante el servicio, ella tenía el cuchillo de cortar el limón en la mano y cuando se acercaba se lo enseñaba y le decía.

—Como entres en la barra te corto los…

Fue una noche divertida viendo como Enric no se podía ni acercar a la barra. Uno de los camareros habló con ella.

—¿No te das cuenta de que él, cómo sabe que eres celosa, lo ha hecho para provocarte?

—No, seguro que se fue con una lagarta.

—Que no, ese recibo lo encontré yo en un cenicero y él me lo pidió, de verdad —

ella salió de la barra dirigiéndose a Enric. No llevaba el cuchillo en la mano, por suerte. Cuando estaba a menos de dos metros salió corriendo hacia él, le dio un abrazo de oso y un montón de besos.

—¿Por qué me haces eso, si sabes que soy celosa?

Él no sabía a qué venía tal demostración de afecto.

—Es que no me escuchas nunca.

Cuando le explicamos lo que le contamos dijo que nos subiría el sueldo ese mes. Muchas veces, cuando el trabajo estaba flojo, se marchaba a hacer una ronda por las discotecas a ver si era en todas partes o solo nosotros. Los demás dueños de locales también lo hacían en mitad de la sesión, venían con la excusa de tomar algo a ver como teníamos el ambiente.

Hablaré un poco de los clientes emblemáticos de la Sala Mozart.

El primero, Agustín Dausà, un “catra”. La gente de Calella ya saben lo que significa esta palabra. También un bohemio soñador y una persona muy inteligente, era habitual verlo en la cafetería en una de sus mesas con unos cuantos palillos y un tintero de tinta china realizando dibujos. Si, solo una hoja de papel un tintero y palillos era suficiente para realizar obras de arte. Hablaba, creo, siete idiomas. Estaba aprendiendo chino y japonés, se pasaba horas pintando letras de sus alfabetos. Tocaba la guitarra, fue maestro de catalán, estos trabajos solo los ejecutaba cuando necesitaba algo de dinero, a la que tenía dinero volvía a la vida bohemia.

Solía beber vino tinto caliente, a continuación contaré una de las anécdotas más divertidas.

Una noche, pasadas las 20h, entra Agustín con una guitarra y una gran caja de un congelador o nevera. Me pide un cuchillo, hace un recorte como una ventana por delante y un pequeño agujero en el lateral donde coloca una bolsa y acto seguido se introduce él y la guitarra en la caja, enganchando una hoja con muchos títulos de canciones. Si querías escuchar un tema, solo tenías que poner unas monedas por el agujero. Depende de las monedas, la canción duraba más o menos. Él tocaba la melodía en su guitarra. La noche se fue alargando y todos los presentes pasaban por la caja para pedir un tema. Después de un par de horas o más, salió Agustín de la caja, dejó la guitarra junto a una silla, se dirigió a mí y me dijo:

—Toma este dinero, invita a todos los que están aquí. Cuando se acabe el dinero, se acaba la fiesta.

El dinero llegó para casi todos tomar algo (es el valor que él le daba al dinero).

Unos cuanto años después, Agustín falleció como él quiso, mirando al mar una mañana de verano mientras amanecía sentado en la arena.

Y cosas de la vida, un amigo de la casa, el señor Quimet Carreras, un día se acercó a la desechería a tirar algunas cosas voluminosas, al tirarlas vio una gran cantidad de cartulinas, se acercó a mirarlas y eran todos los dibujos de Dausà. Los trajo al bar y los colocó encima de una mesa para que todo el que quisiera pudiera tener un dibujo de un gran pintor y gran persona, yo personalmente cogí tres.

Otro personaje ilustre era Román, el trapero, una persona muy peculiar. Casi siempre estaba acompañado de dos hermanos, creo que se llamaban Gallostra. El padre de ellos era el que vendía los frutos secos y los caramelos en la puerta de cine Áncora y la Sala Mozart. Cuando pasaba con su carretón, lo llamabas para que recogiera algo, 30 kilos de papel y cartón, por ejemplo.

—Toma cinco pesetas, no te puedo pagar más —si recogía 20 kilos de plomo.—Toma cinco pesetas, no te puedo dar más —siempre daba cinco pesetas, porque no podía pagar más, hay una leyenda urbana que dice que tenía una fortuna amasada (no se si es verdad o fábula).

Un día venía de vaciar una casa, pasando delante de la cafetería, lo llamo.

—Román, ¿qué llevas en el carro?

—Un tocadiscos y unos altavoces.

—Déjamelos ver.

El tocadiscos era un Lenco (una de las mejores marcas entonces) y los altavoces tenían un metro de altura y unos 60 o 70 de ancho.

—¿Funcionan? —pregunté.

—No se.

—¿Cuánto quieres por ellos?

—Son cosas buenas, por lo menos 100 pesetas —dijo.

—Te doy 50 porque no puedo pagar más —le dije.

—Bueno, 50 pesetas y un vasito de moscatel.

—Vale, pero los tienes que llevar hasta mi casa en Pueblo Nuevo.

—Vale, trato hecho.

De esta forma conseguí un buen equipo por 50 pesetas y Román más contento que yo por las ganancias que había obtenido.

Creo que por esta semana ya está bien, no quiero aburriros. La semana que viene más y mejor, os lo aseguro.

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