La última partida

2025-05-26T18:05:42+01:0026/05/2025|

Las góndolas dormían bajo la neblina. Eran las tres de la madrugada en Venecia. Las aguas del Gran Canal estaban quietas, como si esperaran que algo —o alguien— las despertara.

Leonardo ajustó su abrigo y se detuvo en la esquina de la calle Misericordia, bajo la tenue luz de un viejo farol. La persona que había seguido desde San Polo acababa de desaparecer tras una esquina. Sabía quién era: Alessandro, un embustero, jugador y deudor.

Hacía dos semanas que Leonardo había recibido el encargo de cobrar una deuda de juego de treinta mil euros. Pero Alessandro no solo debía el dinero: también había huido con las ganancias de una mesa clandestina en el casino más importante de los barrios bajos de Venecia.

El encargo venía de Il Papa, un nombre que nadie se atrevía a pronunciar. Era el rey de las apuestas clandestinas en la ciudad.

—Tráelo frente a mí… o tráeme una prueba de que no volverá a jugar jamás —le había dicho Il Papa.

Leonardo lo entendió. Y sabía muy bien cómo lograr que alguien dejara de jugar para siempre.

Lo había buscado sin descanso. Habló con taberneros, músicos callejeros y estibadores. Alessandro se movía como el humo: aparecía en el norte de la ciudad y, al poco rato, alguien lo veía en el sur. La noche anterior, alguien juró haberlo visto en Murano. Pero Leonardo sabía que Alessandro no abandonaría Venecia sin hacer una última apuesta.

Y esa noche, por fin, lo vio con sus propios ojos. Alessandro salía de un sucio callejón detrás de un viejo teatro. Miraba a todos lados, con el andar rápido de quien teme ser descubierto. Llevaba una maleta. Leonardo no lo perdió de vista ni un segundo.

Las estrechas y oscuras callejuelas favorecían la persecución. Los latidos de sus corazones se podían escuchar en medio del silencio de la noche. Al girar la esquina, lo vio: Alessandro abría la puerta trasera de un edificio abandonado junto al canal. Entró y desapareció.

Leonardo se acercó con cautela. La puerta crujió como si se quejara de dolor. Dentro, el aire estaba impregnado de humedad. No lo dudó y entró.

El interior olía a madera podrida y orina. Quizás, en otro tiempo, había sido un viejo taller de góndolas. Avanzó en silencio, atento al menor ruido. Un crujido lo detuvo. A la izquierda, una sombra se movió.

—¡Alessandro, no corras! —gritó Leonardo.

La persecución fue rápida, por estrechas escaleras y pequeños pasadizos, hasta llegar a una puerta cerrada.
Alessandro la atravesó y, unos metros detrás, lo hizo también Leonardo. No había salida. Alessandro estaba al final de la sala, jadeando. Tenía la barba crecida y el rostro sucio.

—¿Por qué me sigues?
—No tengo por qué darte explicaciones.
—¿Il Papa quiere matarme? —preguntó ansioso.
—Il Papa quiere lo suyo.
—Ya no lo tengo —dijo Alessandro, abriendo la maleta vacía.
—¿Dónde está el dinero?
—Lo aposté.
—¿Todo?
—Sí, todo. A una sola carta. Y perdí…

Leonardo sintió una oleada de rabia. No por el dinero, sino por la estupidez.

—Si no tienes dinero, ¿qué haces aquí?
—Vine a apostar una vez más. La definitiva.
—¿Qué piensas apostar?
—Mi vida. ¿Quieres apostar conmigo?

Leonardo lo miró fijamente. Alessandro sacó algo del bolsillo: una baraja vieja, gastada y doblada por los bordes.

—Corta. Si saco una carta más alta, me dejas ir. Si es la tuya, me entrego —propuso.

Leonardo sabía que era absurdo. Il Papa no aceptaría juegos. Pero había algo en el ambiente, algo invisible, que lo hizo aceptar.

—De acuerdo. Acepto.

Alessandro mezcló, luego le ofreció cortar. Cada uno eligió una carta.

—Reina de corazones —anunció Leonardo. Buena carta.
—Siete de tréboles…

Alessandro se derrumbó. Una vez más, volvía a perder. Y esta vez podía perder la vida. Al amanecer, Leonardo lo entregó en el muelle de San Basilio. Dos hombres lo esperaban con una lancha negra.

—Está entero —explicó Leonardo.
—¿Y el dinero?
—No hay. Lo perdió todo.

Cuando la lancha se alejaba, Alessandro lo miró por última vez. Sabía que lo había perdido todo.
Varios días después, apareció en el fondo de un canal.

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