El rio

2025-06-09T11:32:30+01:0009/06/2025|

El niño se llamaba David. Había cumplido doce años el mismo día que descubrió el nacimiento del río.

Era un verano extraño, sofocante, de esos que hacen sudar a los árboles y obligan a los animales a esconderse bajo tierra. En el pueblo de Robarinas, una aldea perdida entre los cerros de la región, los viejos decían que el calor traía recuerdos, que cuando el sol calentaba en exceso la tierra, los muertos se levantaban a buscar sombra.

David no creía en esas cosas. Le gustaban los insectos, las piedras con formas extrañas y los caminos que nadie pisaba. Fue en uno de esos caminos, al fondo de un barranco seco, donde escuchó por primera vez el murmullo. No era un riachuelo visible: era como si el agua hablara desde debajo de la tierra.

Curioso cómo era, el niño escarbó con las manos, luego con una rama seca. El suelo, aunque caliente, estaba húmedo justo donde se escuchaba el murmullo. Al anochecer, el agua brotó: primero un fino hilo, y luego un chorro más fluido. David sonrió: acababa de descubrir un río.

Volvió a casa corriendo, pero no le dijo nada a nadie. Su descubrimiento era suyo. Lo llamaría Río David, por ser él quien lo había encontrado.

Esa noche le costó dormir. Soñó con su abuela, muerta hacía cinco años. Estaba mojada, cubierta de barro, y le susurraba desde el fondo de un pozo:

—No debiste despertarlo, David. A veces el agua no es agua…

Al día siguiente volvió al lugar temprano. El río fluía tranquilo, más caudaloso. El aire era distinto, más denso. Las ramas de los árboles parecían inclinarse hacia la corriente. Ese día lo vio por primera vez: era una figura alta, inmóvil, como hecha de niebla. Flotaba sobre el agua sin tocarla. David gritó y cayó de espaldas. Cuando abrió los ojos, la figura ya no estaba. Pensó que su mente le había jugado una mala pasada.

Pero al regresar al día siguiente, lo esperaban tres figuras. Una de ellas tenía el rostro de su bisabuelo. David lo había visto en fotos viejas. El fantasma lo miró con tristeza. No habló, solo señaló el agua con un dedo. David huyó. No volvió durante varios días.

Cuando por fin reunió valor, regresó acompañado de su perro Tim. Al llegar, algo había cambiado.

El agua ya no era clara: fluía más lenta, más espesa. Su color era oscuro, casi negro, y olía a gasolina. Tim gimió. David se agachó y metió los dedos en la corriente. Era espesa como aceite. Al sacarlos, los olió. No había duda: era petróleo.

Durante un momento sintió miedo.

—¿Cómo era posible?

Recordó que, en el pueblo, su abuelo solía contar una leyenda indígena: un espíritu atrapado bajo tierra lloraba lágrimas negras. Decían que despertaba solo dos veces al año, durante cada equinoccio, y lloraba.

David se dio cuenta de que ese día era 21 de marzo.

Se marchó directo a la biblioteca. Allí encontró un viejo relato: más de cien años atrás, una expedición minera en busca de oro había hallado petróleo. Como no sabían cómo utilizarlo, prendieron fuego a los alrededores del barranco. Murieron todos.

David empezó a visitar el río cada semana. Aprendió a comunicarse con los fantasmas. No usaban palabras, solo gestos. Aunque un día, uno habló con claridad:

—El río guarda lo que el tiempo olvida. No se lo expliques a nadie…

El 23 de septiembre, el otro día del año, el río volvió a sangrar negro. Esta vez fue más intenso. El lugar olía con fuerza, y los fantasmas danzaban alrededor. David llevó una botella y recogió una muestra. Su tío Rubén la encontró.

—¿De dónde sacaste esto, David?

—De un camino perdido.

Rubén no le creyó. Una semana después lo siguió. Descubrió todo y lo explicó en el pueblo. Dos días después, llegaron hombres con camiones.

David corrió hacia el río, pero ya era tarde.

Esa noche la tierra tembló.

Al día siguiente, pudo ver cómo en el centro del río emergía una figura más alta que las demás. Era el guardián: el espíritu que lloraba petróleo.

El río comenzó a expulsar cuerpos, todos con la boca abierta, todos mirando hacia el cielo. Un gran rayo cayó sobre el barranco. Todos murieron, menos David. Solo él quedó de pie, porque el río lo había elegido. Él era el nuevo guardián.

El pueblo se convirtió en leyenda, y algunos aún cuentan la historia de un niño que habló con los muertos, de un río que llora petróleo y de un espíritu que no perdona.

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