Horror en el andamio (III)

2022-04-18T16:13:28+01:0018/04/2022|

La redacción de la carta era muy clara.

“Señora María Fernanda, no puedo decirle quien soy, mi miedo es muy grande, me enviarían para mi país si el patrón descubre que soy yo el que le escribió esta carta. Su esposo Walter falleció en el trabajo, yo formaba parte de la cuadrilla que estábamos trabajando. No se crea lo que el patrón está haciendo correr de boca en boca, su marido no entró a robar nada, su marido era una persona muy trabajadora y amaba mucho a su hija, a usted también, siempre nos hablaba de ustedes en el descanso para almorzar.

La empresa está situada en el pueblo de Tordera, cerca del lugar donde ocurrió el fallecimiento. Póngalo en manos de la policía, el patrón y su hijo tienen que pagar por lo que hicieron, no descanse hasta que Walter pueda descansar el sueño eterno. Me gustaría ayudarla más, pero tengo mucho miedo. También quiero que se haga justicia. D.E.P. amigo Walter.”

María Fernanda, con la carta en la mano, no podía parar de llorar mientras abrazaba a su hija, que era el vivo retrato de su padre, acariciándole el pelo negro azabache.

Con la carta en la mano se dirigió a la comisaría de policía más cercana. Uno de los vecinos que la vio caminando por el arcén de la carretera paró para recogerla y llevarla a su destino, en Blanes. En la puerta de la comisaría, un Mosso d’Esquadra le preguntó si tenía algún problema viendo los rastros de llanto en su rostro.

—Si, quiero denunciar que han matado a mi marido.

—Tranquilícese, entre conmigo en un despacho que hablaremos tranquilamente.

El Mosso escuchó toda la descripción de lo sucedido, cuando acabó le pidió que esperara un momento que llamaría al sargento de guardia.

—Sargento, tenemos un hilo para cerrar un caso con detenciones.

—¿De qué se trata? —preguntó el sargento.

Una vez acabado el relato, ambos se dirigieron a la sala donde estaba la esposa de Walter, que nerviosa les enseñaba la nota que le llegó.

—No se preocupe, señora. ¿Cómo me dijo que se llamaba?

—María Fernanda —respondió entre sollozos.

—Aunque tengamos que hacer venir al comisario mayor, su caso se resolverá, no lo dude.

Una vez acabada su declaración, una de las chicas policías la llevó hasta su casa, no sin antes advertirle:

—No diga nada a nadie de la carta, es muy importante que nadie lo sepa.

—No se preocupe, nadie sabrá nada de la carta, pero por favor encuentre a la persona que dejó morir a mi marido.

Al día siguiente, un coche patrulla se acercó a la calle donde estaba la sede de la empresa COARC S.A., propiedad de Francisco Arquelles y Rodrigo Arquelles, padre e hijo.

Sonó un estruendoso timbre, “ringggg”. Por el interfono se escuchó una voz muy seca.

—¿Quién es?

—Policía, Mossos d’Esquadra, queremos hablar con los propietarios.

Una vez abierta la puerta, los nervios eran patentes en padre e hijo. La policía hizo la entrada en el despacho.

—Buenos días, ¿son ustedes Francisco y Rodrigo Arquelles? –preguntó el cabo.

—Sí. ¿Qué desean? –contestó el hijo.

—Vayamos al grano, tienen ustedes un problema muy gordo. Una persona está dispuesta a testificar que el fallecido Walter estaba contratado en su empresa cuando sucedió el accidente mortal.

Padre e hijo se miraron con evidente nerviosismo, desconocían que solo era un intento de la policía para qué se declararan culpables.

—Si, pero mi padre no lo sabía, fui yo el que saqué el cuerpo de la obra para no tener problemas —dijo el hijo intentando salvar al padre del problema.

—Tendrán que acompañarme los dos a comisaría para hacer la declaración. Avisen a su abogado si lo tienen.

La jugada le salió bien a la policía, se desmoronaron a la primera. Varias horas después, ante las preguntas del inspector, relató lo sucedido, aunque lo que no estaba claro era la parte de culpa del padre.

Varios meses después llegó la hora del juicio. Unos momentos antes de entrar a la sala, el abogado de Francisco y Rodrigo pidió hablar con la demandante y su abogado.

—Aquí tiene un cheque, diga la cantidad que quiere que pongan mis defendidos y que se acabe todo aquí.

—Un momento, que hable con mi cliente —solicitó el abogado de María Fernanda.

—Le ofrecen el dinero que usted pida para olvidarnos del juicio.

—Yo quiero que paguen su fechoría.

—La entiendo, pero posiblemente solo le caerán un par de años como mucho.

—¿Qué me aconseja usted, abogado?

—Saque lo máximo que pueda, su marido no volverá a la vida de ninguna de las maneras. Usted, en cambio, podrá darle una vida decente a su hija.

—De acuerdo, pídales un millón de euros.

—Mi cliente pide para que se termine este asunto un millón de euros.

—Está loca esa mujer, un millón de euros —contestó el hijo.

—Bueno, si no les parece bien, el juez dictará sentencia.

Francisco y Rodrigo hicieron un aparte para hablar.

—Hijo, es casi toda nuestra fortuna, ¿qué hacemos?

—Pagar papa, es eso o a la prisión iremos los dos. Y posiblemente el juez todavía nos pondrá una sanción económica más fuerte, hay que aceptar.

—De acuerdo, le daremos lo que pide.

Acabados los trámites en el juzgado, salieron padre e hijo con su abogado por una puerta y María Fernanda y el suyo por otra. Ella llevaba el cheque en la mano, mientras pedía perdón mirando al cielo por no conseguir justicia, aunque sabía que Walter la perdonaría. Tendrían una vida tranquila ella y su hija.

A pesar de no entrar en la cárcel, Rodrigo, el hijo, no podía descansar ni de día ni de noche. La conciencia no le dejaba, sentía mucha pena por lo que hizo. Pasados unos años del acuerdo en el juicio, una mañana salió a caminar por el bosque con una cuerda en la mano. Fue la última vez que le vieron con vida. Al día siguiente, una persona que paseaba a su perro por el bosque lo encontró colgado de una rama del frondoso árbol. En el más allá, si existe algo, seguro que se encontraría con Walter y le pediría perdón por su acto cobarde.

Francisco, el padre, enterró en solitario y con mucha pena a su hijo. Intentó seguir con la empresa, pero los tiempos no eran buenos, la empresa producía perdidas y toda la familia le dio la espalda desde el triste suceso. Toda la vida trabajando para encauzar el futuro familiar y ahora estaba solo, más solo que las ratas. Nadie se acercaba a él para darle unas palabras de ánimo. Nadie, absolutamente nadie. Tomó la decisión en un momento de tristeza por todo lo sucedido.

El Currusco era un drogadicto de la zona y para pagarse su droga se dedicaba a pequeños trapicheos.

—Aquí tiene las jeringuillas y el caballo que me pidió, señor Francisco.

—Gracias, aquí tienes los 500 euros que te prometí y estos 200 para ti. Cuídate y aléjate de problemas y sobre todo no hagas daño a nadie.

El Currusco no entendía nada, pero estaba contento por el dinero que se acababa de ganar.

Francisco, por la mañana temprano, enfiló el mismo bosque en el cual fue encontrado su hijo. Una vez bajo el mismo árbol en el que su hijo se colgó, él se sentó en el suelo, extrajo una jeringuilla llenándola a tope de todo lo que le cabía. Sabía que con esa cantidad no saldría con vida, mucha cantidad y bastante pura. Acabaría su vida con sobredosis de heroína.

La mujer que paseaba por el bosque encontró el cuerpo con la jeringuilla en su brazo. La ayuda sanitaria fue rápida. Consiguieron salvarlo, pero su cerebro quedó tocado, no pudo reunirse con su hijo y Walter. Solo repetía una frase en la locura que le quedó como recuerdo de su primera y única vez con las drogas:

—Cuidado con el andamio, los fantasmas lo protegen.

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