Todo perdido en México

2022-05-02T08:46:19+01:0002/05/2022|

Como cada año, Juan preparaba la tournée de la compañía de danza. Él era el primero en marcharse, tenía que realizar la venta de entradas directas. Todas las que se pusieron a la venta en internet ya se agotaron, faltaban 500 que se tenían que reservar para la venta en taquilla.

Le gustaba mucho México, incluso tuvo una novia de allí, son tan dulces las mujeres mexicanas que cuando la conoció quedó encantado; aunque la relación no duró mucho: la distancia tuvo la culpa.

El avión tenía la hora de despegue a las 19:35h del aeropuerto de Barcelona, le esperaban casi quince horas de vuelo con solo una pequeña escala en Madrid. A pesar de la cantidad de horas no se le hacía largo el viaje, solía cambiar sus horarios para dormir durante la semana anterior a la partida, era un hombre previsor.

El aeropuerto internacional de México es inmenso, siempre le parecía que aquello era una gran ciudad. Recogió su equipaje de las cintas de su terminal, no tardó ni dos minutos en enfilar la salida para coger un taxi, le daba más seguridad que los transportes públicos.

A la puerta del hotel Le Méridiem le esperaba siempre el botones para acompañarlo a su alojamiento. El chico siempre le saludaba con una gran sonrisa que dejaba a la vista sus blancos dientes.

—Bienvenido señor Juan, le estábamos esperando.

—Gracias Santiago, me alegro de volver a verte, siempre tan alegre y sonriente.

En el hotel todos le saludaban, se sentía como en casa. La comida siempre la elegía él personalmente, si le tenían que preparar algo diferente algún día nunca ponían problemas, al contrario, dispuestos a todo para servirle.

Cada día salía temprano del hotel, se dirigía al centro City Banatex, lugar donde cada día hasta la primera representación vendía las entradas del espectáculo. Intentaba siempre estar alerta a cualquier extraño movimiento cerca de él, la inseguridad estaba a la orden del día en este encantador país (ya sabemos, la necesidad crea pequeños monstruos).

Llevaba ya varios días con la venta a buen ritmo, tenía la sensación que las entradas las acabarían antes del estreno. A pesar de no ser baratas, el espectáculo merecía la pena y los mexicanos lo valoraban.

La recaudación de ese día era superior a tres meses de trabajo de una persona normal, tenía en sus manos una cajita con más de 45.000 pesos mexicanos, lo que equivale a más de 2000€, mucho dinero para llevarlo a la vista. Dentro de la cajita no se adivinaba su contenido y junto al dinero tenía una navaja que le regalaron hace unos años, en el lateral se podía leer su nombre: Juan González. Siempre la usaba para abrir cartas y sobres de la correspondencia que le llegaban, le tenía mucho cariño, era un recuerdo de los que no tienen precio.

Al salir del centro, como cada día miró a los alrededores por si veía algo sospechoso. Nada le llamó la atención. Con paso firme se dirigió al taxi que estaba justo enfrente cruzando la avenida.

Al llegar al semáforo, le inquietaron las dos personas que se pusieron junto a él en ambos lados. El primero se dirigió con sonora voz.

—Güero, no seas pendejo y dale a mi compañero la cajita ahora mismo.

—La cajita no tiene nada, solo recuerdos familiares —mintió Juan.

—Dásela ahora mismo o te dejo seco —dijo el más alto de los dos enseñándole una pistola. No le quedó más remedio que entregarle la cajita y también la cartera, donde estaba toda su documentación, junto con el pasaporte y el móvil. Únicamente le dejaron el reloj porque no lo vieron seguramente. Era un buen reloj, valorado en varios cientos de euros.

Los siguientes días fue un trasiego de estamento oficial en estamento oficial para solucionar el asunto de la documentación. La policía no le hacía mucho caso, los robos estaban a la orden del día desgraciadamente. Lo más triste es que todos lo ignoraban. Una de las cosas que más le dolió es que en el hotel donde tan bien lo trataban siempre le avisaron que si no podía presentar una Visa para hacer frente a los pagos, tendría que abandonar el hotel. Qué tristeza más grande sentía, estaba solo, muy lejos de su país y nadie estaba dispuesto a ayudarle.

Al día siguiente cumplía el ultimátum del hotel: o pagaba o se tendría que marchar. Se pasó todo el día pateando la ciudad, sin un triste peso para comprar nada, absolutamente nada. Sus pasos le llevaron al Zócalo, una plaza impresionante donde se puede encontrar el palacio del ayuntamiento, del gobierno local, y la Catedral Metropolitana, con sus treinta y cinco campanas, algo majestuoso para los visitantes.

Hoy ni siquiera se para a mirar nada, únicamente caminaba sin rumbo fijo, desorientado y sin saber donde ir.

Se le acercó un hombre hablándole en voz baja.

—Güero, quieres droga, tenemos de todo —aquella palabra lo sacó de su letargo.

Güero, la misma palabra que escuchó de los que le robaron. Levantó la cabeza y pudo ver la cara de uno de sus asaltantes.

—Devolvedme mi documentación —Juan se encaró con uno de ellos.

—Chinga de tu madre, pendejo granizo, que te crees tú, ahora me darás también el reloj.

—No os pienso dar nada más —acabó esta frase y se puso a chillar Juan.— ¡Socorro, ayuda, que alguien me ayude, me están atracando!

No pudo acabar la frase, fue atravesado por varias cuchilladas en varias partes de su cuerpo. Antes de caer al suelo, pudo ver con sus ojos la navaja que le estaba matando mientras intentaba mantenerse de pie agarrado al mástil de la bandera que está en el centro de la plaza. La policía detuvo a los intimidadores y agresores de Juan. Lo único que desconocían era de donde salió la navaja que le propició las heridas mortales, era una navaja no muy grande y con un nombre escrito: Juan González. Fue asesinado por su propia navaja, paradojas de la vida.

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