Sotov, el final

2022-05-16T08:49:51+01:0016/05/2022|

Ernesto llevaba más de 30 años en la lucha contra la delincuencia, muchas detenciones y muchas trifulcas. Por supuesto, muchas veces ante el juez, aunque siempre era lo mismo, entraban por una puerta y salían por la otra, excepto en casos muy concretos. Tenía muy pocas ganas de continuar en la lucha, su mujer lo notaba.

—¿Qué te sucede Ernesto? Te veo muy apagado.

—Me queda poco tiempo para jubilarme, toda la ilusión que tenía al empezar se me está acabando.

—Normal cariño, muchas detenciones en tu hoja de servicios.

—No son los delincuentes los que me causan esta desmoralización, eso forma parte del trabajo y entra dentro del sueldo.

—Entonces, ¿qué te pasa?

—Veo cada día nuestra ciudad peor con la delincuencia.

—No te entiendo, eso es normal, hay más gente.

Muchas veces mantenía con su esposa ese intercambio de opiniones, a él escasamente le quedaban dos años en activo, pero no sabía si los podría acabar.

Dos días después de la charla con su mujer, llegó a casa casi llorando.

—Ernesto, no me asustes, ¿qué te pasa?

—Tuvimos una reunión con las autoridades locales, ¿sabes lo que sugirieron?

—No, por supuesto que no, pero me lo explicaras tú si puedes.

Ana tenía claro que su esposo tenía ganas de hablar.

—Según ellos, nosotros tenemos la culpa de muchas cosas que están pasando.

Ernesto ya no pudo parar.

—Según los políticos de turno, tenemos que ser más discretos en nuestras actuaciones, que estamos espantando a la sociedad.

—¿Qué podéis hacer vosotros? —preguntó Ana.

—A pesar de explicarles que cada día que pasa hay más bandas organizadas y más violentas, ellos insisten en que lo que tenemos que hacer es nuestro trabajo más delicadamente. Estamos cansados de decirles que ellos tienen que crear nuevas fórmulas para que entre todos acabemos con la lacra que nos está comiendo, ellos se limitan a reírse en nuestra cara.

Ana abrazó a su marido, secándole las lágrimas de impotencia que caían por sus mejillas. Nunca en todos los años que llevaban de casados lo había visto tan mal psicológicamente.

—Quieres creer que nos están acusando de no hacer nuestro trabajo para generar inseguridad y exigir aumentos de sueldo. ¿Cuándo se darán cuenta de que la mayoría de policías lo somos de vocación? Queremos que se cumpla la ley, esas que ellos tienen que gestar, para que la sociedad las cumpla

—No te hagas mala sangre, te falta poco para jubilarte y ya difícilmente podrás cambiar nada —intentó calmarlo Ana.

Cuando acabaron de cenar, Ernesto se quería fumar un cigarrillo, pero se les acabaron.

—Me acercaré a la gasolinera a comprar tabaco.

—Espera a mañana, nos metemos en la cama y mañana ya comprarás —pidió Ana.

—No tranquila, son cinco minutos y regreso.

Ernesto arrancó su coche para acercarse hasta la gasolinera que estaba a menos de dos kilómetros, dejó aparcado el coche en un lateral y se introdujo en el interior de la tienda a comprar tabaco como muchas veces anteriormente lo solía hacer.

Esta vez sería diferente, no se percató que, en la entrada, una persona con gorra estaba vigilando mientras otra estaba atracando al trabajador.

Cuando se dio cuenta de la situación, intentó ayudar al dependiente, pero no pudo hacer nada, el que venía tras él atravesó su espalda con una catana, malhiriendo los dos pulmones. Fue una muerte instantánea, no se pudo hacer nada por salvarle, la ambulancia fue rápida en la actuación pero con resultados estériles.

Dos días después, en el entierro estaban todos los gobernantes locales y autonómicos, el féretro tapado con una bandera, que fue retirada por una de las autoridades para entregársela a la viuda, ella recogió la bandera y una medalla por el mérito al valor.

Ana se dirigió donde estaban las autoridades, se paró delante de ellas, lanzándole la bandera y la medalla a la cara del más cercano.

—Podéis hacer con esto lo que os dé la gana, él no volverá, pero vosotros continuaréis diciendo que todo está bien, que los periodistas y la policía son los que crean alarmismo. Espero que mi marido sea el último caído por falta de oídos que los escuchen, porque la culpa no la tenéis nunca los políticos, la culpa es de los demás —acabada la frase, Ana se alejó de ellos para no girarse ni una sola vez. A pesar de las muchas llamadas que recibió, nunca contestó a ninguna de los políticos, ella los consideraba culpables de la muerte de su marido.

¿Es solamente un relato de ficción? Eso lo sabremos en poco tiempo. La sociedad está cambiando a marchas forzadas, pero los políticos están estancados, a muchos de ellos solo les interesa una cosa y esa cosa se denomina VOTOS…

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