Doce campanadas sangrientas

2025-12-29T15:24:26+01:0029/12/2025|

Nunca fue nuestra intención que el fin de año acabara de esa manera.

Éramos siete amigos, unidos más por la costumbre que por una afinidad real. La idea surgió en una conversación, una noche cualquiera de diciembre: huir de la ciudad, de los petardos y de la familia, pasar el cambio de año en una masía aislada en plena montaña, con alcohol, música y la sensación de libertad que se tiene cuando eres joven.

La masía la encontró Marcos. Dijo que pertenecía a un tío lejano y que llevaba años deshabitada, pero que estaba en buen estado.

—No hay vecinos, no hay cobertura, no hay nadie para molestar —dijo Marcos, sonriendo.

Llegamos el 31 de diciembre poco antes de que anocheciera. El camino era estrecho, lleno de curvas y árboles que parecían caer sobre el coche. Cuando por fin la vimos, la masía surgió entre la niebla: una construcción de piedra oscura, con ventanas pequeñas y un tejado irregular. En ningún momento parecía realmente abandonada.

Bromeábamos al bajar del coche, cargados con bolsas de comida y botellas. El aire estaba helado y el silencio era tan absoluto que resultaba incómodo. Solo se oía el crujir de nuestras pisadas sobre las hojas secas y el viento entre los árboles.
—Da mal rollo —comentó Laura.
—No seas exagerada —respondió Marcos.

La puerta chirrió al abrirse. Durante un segundo, nadie habló.
El interior olía a humedad y madera vieja. Había muebles cubiertos con sábanas, una chimenea enorme en el centro del comedor y unas escaleras de madera que conducían al piso superior. Las paredes estaban decoradas con cuadros antiguos: paisajes de montaña y retratos de personas serias, con miradas apagadas que parecían observarnos.

No sabría decir cuándo empezó a torcerse todo. Al principio fue una noche normal. Encendimos la chimenea, pusimos música con un altavoz portátil y empezamos a beber. El ambiente se relajó; reímos, brindamos y bailamos durante horas. La masía dejó de parecer tan tenebrosa… aunque había detalles que no cuadraban.

El primer corte de luz ocurrió sobre las diez de la noche. Duró apenas unos segundos, pero en ese tiempo todo quedó en silencio y oscuridad absoluta. Cuando volvió la luz, nadie dijo nada, pero noté que algunos miraban las ventanas con miedo.
Luego llegaron los ruidos: golpes lejanos, como pasos en el piso superior, mientras todos estábamos en el comedor.

—Serán las vigas —comentó Marcos.

A las once y media, una de las chicas se dio cuenta de algo extraño.

—¿Habéis movido las fotos del pasillo? —preguntó.

Nadie lo había hecho. La fotografía mostraba a una familia posando frente a la misma masía, muchos años atrás.

—Juraría que antes estaba recta… ahora está torcida.

Reímos nerviosos y seguimos bebiendo. Cuando dieron las doce, brindamos, gritamos y nos abrazamos. El año nuevo empezó entre risas… pero duró poco.

A las doce y veinte, uno de los chicos subió al baño de arriba y no volvió. Al principio no nos preocupamos; pensamos que estaría vomitando o intentando llamar por teléfono desde algún rincón con cobertura. Pasó más de media hora y no regresaba.

—Voy a buscarlo —dijo Marcos.

Subió las escaleras. Escuchamos sus pasos… y luego un grito de terror. Subimos todos juntos, con el corazón golpeándonos el pecho. Una de las puertas estaba abierta. Dentro estaba el chico desaparecido, o mejor dicho, lo que quedaba de él. Yacía en el suelo, con los ojos abiertos. Había sangre por todas partes, pero no se veía ningún arma. Solo su rostro, congelado en una expresión de horror absoluto.

Laura empezó a gritar. Marcos se quedó inmóvil. Intentamos llamar a emergencias: no había señal. Intentamos salir, pero la puerta estaba cerrada y nadie tenía la llave.

El segundo asesinato ocurrió una hora después. Otra de las chicas desapareció mientras todos intentábamos tranquilizarnos en el comedor. Estaba sentada en el sofá, envuelta en una manta. Unos segundos después, ya no estaba. Nadie la vio moverse.

La encontramos en la cocina, colgada del techo. Sus pies apenas tocaban el suelo. Tenía las uñas rotas, como si hubiera intentado liberarse hasta el último segundo. El pánico se desató.

Empezamos a desconfiar unos de otros. Solo quedábamos cinco. Cinco posibles culpables. Nadie sabía qué estaba pasando, pero todos compartíamos la misma sensación: no estábamos solos.

El tercer muerto fue Marcos. Lo encontramos en el antiguo granero, fuera de la casa. Nadie recordaba haberlo visto salir. La puerta estaba abierta y el suelo manchado de sangre. Marcos tenía el pecho abierto, como si algo —o alguien— hubiera intentado arrancarle el corazón.

Al amanecer, solo quedábamos cuatro, aterrados y cubiertos de sangre que no sabíamos si era nuestra o de los muertos.

Cuando llegó la policía, avisada por unos excursionistas que habían visto humo salir de la casa, todo parecía normal. Demasiado normal. No había señales de lucha. El granero estaba cerrado. La cuerda de la chica no estaba. El cuerpo de Marcos apareció dentro de la casa. Los retratos ya no colgaban de las paredes.

Cuatro supervivientes. Cuatro versiones distintas. Ninguna prueba que explicara nada.

A veces, cuando sueño, vuelvo a aquella masía. Oigo pasos en el piso de arriba, siento las miradas de los cuadros… y siempre, justo antes de despertar, una pregunta cruza mi mente:
—¿Y si el asesino nunca se fue?

Comparteix el contingut!

Go to Top