Los vigilantes de la Alhambra

2025-06-02T15:30:58+01:0002/06/2025|

Aunque muchos lo repiten en tono burlón, los mayores de Granada lo saben: la Alhambra guarda secretos que ningún libro ha sido capaz de desvelar. Cada piedra tallada, cada arco nazarí, cada jardín respira historia. Pero hay algo más. Algo que casi nadie puede contar, porque pocos lo han vivido. Algo que solo ocurre cuando la luna llena se cuela entre las columnas de mármol y la bruma asciende desde el Generalife.

Fue una noche de noviembre cuando sucedió. Una noche en que la niebla se deslizaba entre las columnas hasta abrazar las murallas. Esa fue la noche en que Diego, un niño de once años, desapareció en el corazón de la Alhambra.

Diego no era un niño cualquiera. Soñador y curioso, sus padres solían decir que tenía un pie en este mundo y otro en el de los cuentos. Aquella tarde, el colegio organizó una excursión a la Alhambra. En principio era una más, pero para Diego era como regresar a un lugar que ya conocía.

Mientras el guía hablaba de Carlos V, de los reyes moros, de las leyendas de amor y traición, Diego se alejó del grupo. Sus pasos lo guiaron hacia el Patio de los Leones, donde el sonido del agua que brotaba de la fuente le parecía un susurro en lengua extranjera. Sin darse cuenta, siguió ese sonido como hipnotizado. Atravesó un pasillo estrecho, luego una sala que no recordaba haber visto antes. Entonces apareció la niebla.

Primero leve, como un velo flotando. Luego espesa, como si la misma Alhambra respirara desde sus entrañas. En minutos, todo desapareció. Diego llamó a gritos, pero nadie respondió. Intentó volver sobre sus pasos, pero no encontró el camino. Todo era silencio y piedras.

Cuando el guía se dio cuenta de que Diego no estaba, ya era demasiado tarde. El sol comenzaba a caer y los vigilantes de la Alhambra iniciaron la búsqueda con linternas, perros y altavoces. Patrullaron cada rincón, todas las salas y jardines. Nada.

—Es imposible, aquí no hay dónde esconderse —decían los guardias.

Y sin embargo, el niño no aparecía.

—Tal vez se cayó por una acequia o en los antiguos aljibes —sugirió alguien.

La Guardia Civil inspeccionó todo. No había ni rastro de Diego. Ni un zapato, ni un pañuelo. Nada.

Diego, mientras tanto, estaba dentro. Aunque no sabía dónde. No sabía cómo había llegado, pero se encontraba en una sala extraña, iluminada por una luz dorada que no provenía de ninguna lámpara.

La sala tenía muros de yeso tallado y, en el centro, sentados en cojines bordados, tres hombres lo observaban en silencio. Vestían túnicas blancas con bordados dorados. Tenían los rostros cubiertos por velos finos, y sus ojos brillaban con una luz cálida y serena. No hablaban, pero Diego los entendía.

—No temas, pequeño. Estás bajo la protección de los guardianes —le dijeron, sin mover los labios.

Diego se sentó. No tenía miedo. Sentía calor, como si un fuego invisible calentara todo. Le ofrecieron dátiles y un líquido dulce en una copa tallada. Comió, bebió, y sintió una paz profunda.

—¿Dónde estoy? —preguntó Diego.

Uno de los hombres alzó la mano. Frente a Diego apareció una visión de la Alhambra en su esplendor: vio los estandartes colgando, el murmullo del agua, hasta pudo oler el perfume del jazmín. La gente cruzaba patios, los niños jugaban. Era un lugar vivo.

—Esto fue. Esto es. Pero solo algunos pueden verlo —oyó en su mente la voz de uno de los hombres.

Diego quiso preguntar más, pero el sueño lo venció. Durmió toda la noche.

Al amanecer, un vigilante encontró a Diego acurrucado, cubierto con una túnica blanca junto a la Fuente de los Leones. Estaba seco y dormía profundamente, como si nada hubiera pasado. Lo despertaron con suavidad.

—¿Estás bien? ¿Dónde has estado?

Diego los miró confundido y solo respondió:

—Estaba con ellos. Me cuidaron toda la noche.

Lo llevaron al hospital para asegurarse de que todo estuviera bien. Y lo estaba. Pero algo había cambiado. Diego hablaba de hombres vestidos como antiguos árabes.

Un restaurador llamado Álvaro, que llevaba treinta años trabajando en la Alhambra, pidió hablar con Diego en privado. Después de muchas preguntas, tuvo claro que los hombres de los que hablaba el niño eran los antiguos Afaqid, los guardianes encargados de proteger los lugares sagrados.

—¿Quieres contarle esto al mundo? —le preguntó Álvaro.

—No me creerán. Y ellos lo prefieren así —respondió Diego.

Muchos pensaron que era una fábula inventada, como tantas que se cuentan sobre la Alhambra. Pero nadie pudo explicar de dónde salió la túnica blanca que protegió a Diego durante la noche.

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